Tantas veces he tenido miedo de mirarme al espejo…
Me desconocía por completo, como si fuese otra persona la que me
estaba mirando.
Nacemos sin consciencia plena de nosotros mismos. Poco a poco,
vamos conociendo nuestro cuerpo, nuestras formas, hasta formar una imagen del
YO. Pero luego ocurre algo que nos hace separarnos, rechazarnos, juzgarnos. Nos
alejamos de nosotros mismos. Huimos y
nos desconectamos sin saber muy bien quién es esa persona que está dentro
escondida y enredada en recuerdos. A veces siente, sólo a veces, pero la
mayor parte del tiempo se conforma. Es
lo que ha aprendido; es lo que le hemos enseñado.
Aprendió que
por sí misma no era merecedora de amor y
que tenía que hacer algo por conseguirlo: “en la vida todo es a cambio de
algo”. Aprendió que era necesario sacrificar y entregar algo suyo (a veces
grande e intangible como el tiempo y el espacio) para poder sentir que merecía
algo sin sentirse culpable. Culpa… esa palabra que nos acompaña tanto.
Le hemos
enseñado a justificarse, ¡siempre justificarse!; a tener que darse
explicaciones a sí mismo para sentir que no lo estaba haciendo mal.
Pero un día me
enamoré de mí…
Ese día,
aprendí a cambiar mi mirada crítica, esa que siempre me hacía sentir insegura y
pequeña, por una mirada de amor, dulce, compasiva, en la que me permitía
equivocarme; sólo así podía aprender. Me di cuenta de que mis errores me hacían
grande. Descubrí que el amor que pedía a los demás tenía que aprender a dármelo
primero a mí. No hay mejor manera de poder amar a los demás, que amándose a uno
mismo.
El día que me enamoré de mí, dejé de sufrir. Comprendí que sufrir siempre era
una elección, consecuencia de aferrarse a algo que no era tuyo. Acepté el
dolor de las ausencias y rechacé el sufrimiento de las despedidas eternas. Descubrí que amar es cuidar, y
que nunca supe cuidar de mí, de mi cuerpo, de mi corazón, de mi mente, de mi
alma.
El día que me enamoré de mí, me permití disfrutar, sentirme merecedora de todo lo
bueno que la vida tenía para mí y aceptar todo lo que la vida me quería
enseñar. Dos lecciones que a veces tardamos toda una vida aprender, y que
hay quien no aprende nunca. Pero nunca es tarde y siempre es el
momento.
Descubrí que después de más de
treinta años juntas, no sabía quién era yo, ni qué sentía, ni qué quería para
mí. Me olvidé de creer en mí, de soñar; me olvidé de mí.
Hay muchas formas de olvidarse
de uno mismo. Te olvidas de ti mismo cuando las partes de tu cuerpo te hablan y
tú no te escuchas, o cuando todo el mundo es más importante que tú: “no importa
qué necesites, qué desees, qué quieras, los demás están primero”.
Crecemos
desconectados de nuestro cuerpo, de nuestros sentimientos, de nuestros sueños. El camino para avanzar hacia
adelante es volver atrás. Desconocernos
para reconocernos. Perdernos para encontrarnos. Cuando te vuelvas a encontrar,
ya nunca vas a ser el mismo, serás diferente. Tú
eres tú más todo lo que has aprendido mientras te habías olvidado. Más fuerte, más grande, más tú.
Por eso, no tengas miedo de
sentirte solo, de sentirte perdido, o de sentir que te has olvidado de ti. No
tengas miedo de desconocer a esa persona que te mira en el espejo. Eres lo que eres más
lo que puedes llegar a ser; eres lo que has hecho, más lo que te queda por hacer.
El día que te
enamores de ti, aceptarás todo como tuyo. Lo que te gusta y lo que no te gusta.
Lo que aceptas y lo que rechazas. Amarás tus luces y tus sombras, tu brillo y
tu oscuridad. Cambiarás la culpa por aprendizaje, tus miedos por valentía, y tu
conformismo por tus sueños.
El día que te
enamores de ti, llenarás con tu amor tus vacíos, esos que siempre buscas que te
llenen otros; conocerás el significado de la palabra incondicional, en la que
AMOR se escribe en mayúsculas, y aprenderás a verte cómo
eres, aceptarte cómo eres, abrazar tus miedos, y creer en tus sueños.
El día que te enamores de ti, despertarás a la VIDA.
El día que te enamores de ti, por fin aprenderás a descubrir “Quién eres tú”.
El día que te enamores de ti, por fin aprenderás a descubrir “Quién eres tú”.
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